UN CIGARRILLO A LA MEDIANOCHE
Alfredo Arias Sánchez
Hace muchos años que sucedió esto, pero para el
sargento Teófilo Martínez es como si hubiese sido ayer. Jubilado ya, viejo y
vencido por los años, se acuesta al anochecer en su camastro de la casa
familiar donde, excepto él, ya hace años que nadie habita. Intenta dormir pero,
algunas veces, pasada la medianoche, o rondando la madrugada, se despierta
sobresaltado e inquieto, y ya sin sueño, sale al exterior de la casa, se sienta
en la hamaca que hay en el porche y, mirando a las estrellas que parpadean a lo
lejos, recuerda. En la negrura de la noche le parece ver el rostro del
flaquito, sonriente y valiente para ser solo un chiquillo, y demasiado joven
para fumarse un cigarrillo, aunque fuese el último. Era un terruco delgadito y
frágil, el único superviviente de una balacera que tuvieron los guerrilleros
con su patrulla. Se encontraron de improviso, en un cruce de ríos. Y aunque
nunca antes habían estado tan cerca, ya se habían medido a tiros, ya se
conocían como se conocen los hombres cuando están en guerra. Los terrucos
fueron valientes, pero al final perdieron. Como muestra de ello quedaban por el
suelo siete cadáveres y un herido. El muchacho sangraba de una pierna y del
costado. Tumbado en el suelo y a pesar de sus heridas, en su rostro no había
miedo, ni siquiera resignación, su mirada era más bien de curiosidad. Observaba
a los policías como si los entendiese, como si este fuese un juego en el que a
él le había tocado perder. Cuando su mirada se cruzó con la del policía más
joven, sonrió. "Dame un cigarrillo, paisano" dijo, con voz cansada. El
guardia Teófilo Martínez se lo dió, pero cuando se lo iba a encender, se acercó
el capitán Rojas, enfurecido, y de una patada hizo volar el cigarrillo por el
aire, su voz sonó rabiosa cuando gritó: "¿para esto nos jugamos la vida?
¿para que te hagas amigo del enemigo? Martínez musitó en voz baja "se está
muriendo, mi capitán". El jefe de la patrulla contestó: "entonces
será mejor que se muera de una vez, carajo". Desenfundó su pistola y gritó
mirando a todos, "esto es una guerra, señores, aquí nos matan o los
matamos. Aquí nadie está jugando". De dos pasos se plantó frente al
policía Martínez y le entregó la pistola. "Disparale y rematalo, así
aprenderás quien es tu enemigo". El novato policía Martínez tenía los ojos
abiertos como platos. El capitán volvió a hablar, pero esta vez lo hizo
despacio y muy convencido: "Disparale o te disparo yo a ti, por traidor; recuerda
que tienes compañeros muertos por gente como este maldito". El policía
Martínez cogió el arma. En la selva había un silencio tenso, inaguantable,
hasta los pájaros habían callado y la espera era dolorosa. El flaquito terruco
lo animó, "anda, dispara y acaba con esta estupidez, paisano", dijo. El
policía Martínez apuntó al pecho del guerrillero herido, y antes de que
apretase el gatillo, el terruco dijo, como si hablase para sí mismo,
"fúmate un cigarrillo a mi nombre de vez en cuando, por el cigarrillo que
me debes, amigo". En ese instante el arma disparó, una, dos, tres veces, y
el flaquito dobló la cabeza en silencio. Y, a pesar de estar muerto, en su boca
se dibujó una sonrisa irónica, burlona. Desde entonces el guardia, después
cabo, y finalmente sargento Martínez, no puede dormirse sin despertar a
medianoche, sintiendo la necesidad, de salir fuera de casa y ponerse a mirar
las estrellas, y mientras las observa parpadear, sin pensarlo, enciende un
cigarrillo. Mientras fuma y observa la oscuridad del cielo tachonado de
lucecitas, ¿ve o cree ver? al flaquito terruco que desde hace más de treinta
años lo saca de la cama para fumar juntos un cigarrillo a media noche.
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