BARBA AZUL
CHARLES PERRAULT
Érase una vez un hombre que tenía
hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles
tapizados de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia,
aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, que
no había mujer ni joven que no huyera de él.
Una distinguida dama, vecina suya, tenía
dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su
elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo
pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un
hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había
casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas.
Barba Azul, para irse conociendo, las
llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos
jóvenes de la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho
días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y
festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas
unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas
empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que
era un hombre muy honesto.
En cuanto regresaron a la ciudad se
consumó el matrimonio.
Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su
mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas,
por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su
ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que
no dejase de comer bien.
-Éstas son -le dijo- las llaves de los
dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se
saca a diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata;
ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de
todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del
gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por
donde queráis, pero os prohibo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohibo
de tal suerte que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de
mi cólera.
Ella prometió observar estrictamente
cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y
sale de viaje.
Las vecinas y las amigas no esperaron
que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes
que estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a
ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba miedo.
Y ahí las tenemos recorriendo en seguida
las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y
ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la
cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los
bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno
de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de
plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver
jamás. No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo
no se divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia
que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo.
Se vio tan dominada por la curiosidad,
que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una
pequeña escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza
dos o tres veces.
Al llegar a la puerta del gabinete, se
detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y
considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero
la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y,
temblando, abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada, porque las
ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el
suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se
reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a las
paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que
había degollado una tras otra). Creyó que se moría de miedo, y la llave del
gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de las manos.
Después de haberse recobrado un poco,
recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para
reponerse un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba.
Habiendo notado que la llave estaba
manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por
más que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba
sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de limpiarla del todo:
cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro.
Barba Azul volvió aquella misma noche de
su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el
asunto por el cual se había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su mujer
hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió las
llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin
esfuerzo lo que había pasado.
-¿Cómo es que -le dijo- la llave del
gabinete no está con las demás?
-Se me habrá quedado arriba en la mesa
-contestó.
-No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba
Azul.
Después de aplazarlo varias veces, no
tuvo más remedio que traer la llave.
Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su
mujer:
-¿Por qué tiene sangre esta llave?
-No lo sé -respondió la pobre mujer, más
pálida que la muerte.
-No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-;
pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora,
entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis
visto.
Ella se arrojó a los pies de su marido,
llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero
arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba,
hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que
una roca.
-Señora, debéis de morir -le dijo-, y
ahora mismo.
-Ya que he de morir -le respondió,
mirándole con los ojos bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para
encomendarme a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -prosiguió
Barba Azul-, pero ni un momento más.
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana
y le dijo:
-Ana, hermana mía (pues así se llamaba),
por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me
prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se
den prisa.
Su hermana Ana subió a lo alto de la
torre y la pobre aflígida le gritaba de cuando en cuando:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana le respondía:
-No veo más que el sol que polvorea y la
hierba que verdea.
Entre tanto Barba Azul, que llevaba un
gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:
-¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!
-Un momento, por favor -le respondía su
mujer; y en seguida gritaba bajito:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que polvorea y la
hierba que verdea.
-¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba
Azul- o subo yo a por ti!
-Ya voy -respondía su mujer, y luego
preguntaba a su hermana:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió su hermana- una gran
polvareda que viene de aquel lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de
ovejas.
-¿Quieres bajar de una vez? -gritaba
Barba Azul.
-Un momento -respondía su mujer; y luego
volvía a preguntar:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió- dos caballeros que se
dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento
después-. Son mis hermanos; estoy hacíéndoles todas las señas que puedo para
que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte,
que toda la casa tembló.
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a
sus pies, toda llorosa y desmelenada.
-Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que
morir.
Luego, cogiéndola con una mano por los
cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la
cabeza.
La pobre mujer, volviéndose hacia él y
mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para
recogerse.
- No, no -dijo-, encomiéndate a Dios.
Y, levantando el brazo...
En aquel momento llamaron tan fuerte a
la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se
abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos
hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el
otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos
lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la
salida. Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto.
La pobre mujer estaba casi tan muerta
como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Sucedió que
Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos
sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven
gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en
comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella
también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que
había pasado con Barba Azul.
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