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jueves, 19 de agosto de 2021

MARY CAPELLINI - LA CHIRIMÍA

LA CHIRIMÍA


Hace mucho tiempo, había una hermosa princesa que estaba triste. Su papá, el rey, quería hacerla sonreír y le regaló joyas, pero ella no sonrió.

Él trajo músicos que tocaran para ella, pero no sonrió.

Él pensó que, si ella se casara, sería feliz.

Hombres muy educados y elegantes vinieron a verla, pero ella no sonrió.

Un hombre muy humilde con una hermosa voz, vino a verla, ¡y ella sonrió! La princesa dijo al hombre:

— Yo me casaré contigo si puedes cantar tan dulcemente como los pájaros.

— Entonces tendré que aprender a cantar como los pájaros—le dijo. Y se fue al bosque. Después de tres días, él se puso a llorar. El espíritu del bosque llegó y le preguntó:

— ¿Qué pasa?

— Quiero cantar tan dulcemente como los pájaros, pero no puedo—le

dijo. El espíritu del bosque le dio una chirimía y le enseñó a tocarla. El bosque se llenó de una música tan dulce como el canto de los pájaros. El hombre volvió a ver a la princesa y tocó la chirimía para ella. La princesa escuchó a música y sonrió. El hombre se casó con la princesa, y los dos vivieron muy felices. Desde entonces, los mayas siempre tocan la chirimía.

Mary Capellini, 1999, Farolitos.Adaptación MTP

 





                       FIN

 

domingo, 7 de marzo de 2021

MARISA ALONSO SANTAMARÍA - LA INCREÍBLE ESTRELLITA DEL MAR

LA INCREÍBLE ESTRELLITA DEL MAR.
                                                     MARISA ALONSO SANTAMARÍA

  • ESTRELLITA DEL MAR Y PECES
          Estrellita del mar era muy bella, por dentro y por fuera. Todos los demás habitantes del océano eran testigos de dicha belleza, y se lo hacían saber casi cada día al cruzarse con ella. Era muy admirada y querida bajo el fondo del mar y, sin embargo, Estrellita estaba triste.
      Cuando salía a la superficie del mar, Estrellita contemplaba el cielo y envidiaba el brillo y la luminosidad de aquellas estrellas. Compartían nombre, pero Estrellita se sentía mucho más fea e inferior que ellas. Cada vez que se asomaba por fuera del mar, y también cuando no, deseaba con fuerza convertirse en una de aquellas estrellas brillantes y luminosas del firmamento. Y a veces era tan fuerte el deseo, que la comía por dentro.                                                                   
         Un pez amigo suyo, que observaba su desdicha, le dijo:
         - Estrellita, no tienes nada que envidiar a tus hermanas del cielo, porque tu belleza es tan brillante o más que la de ellas. Tú eres valiosa por fuera y por dentro.
      Estrellita, aunque agradecida por las palabras de su amigo, no se convenció, y continuó triste soñando ser de otra forma. Suspiraba noche tras noche y se recreaba en su tristeza contemplando el cielo, cada vez un poquito más triste.
         Hasta que un día, Estrellita soñó que era una estrella del Universo, esa con la que tantas veces había soñado. Pero el mar se veía entonces muy lejos, y sus amigos quedaban atrás, no pudiendo ni siquiera saludarlos. También estaba lejos del resto de estrellas del cielo, a pesar de que desde el agua parecían amontonarse y estar todas muy unidas. Y no se sintió dichosa allí en el cielo.
         Al despertar de aquel sueño, Estrellita comprendió lo que aquello significaba.

domingo, 1 de noviembre de 2020

ISAAC BABEL - SHABOS-NAJMÚ

                                        SHABOS-NAJMÚ

RELATO CORTO DE ISAAC BABEL

            Y hubo tarde y mañana, quinto día. Y hubo tarde y mañana, día sexto. El sexto día —en la noche del viernes— hay que rezar. Después de la oración, a recorrer el pueblo con capucha de fiesta, para regresar a casa a la hora de cenar. En casa del judío se bebe una copa de vodka y kuguel con pasas. Después de la cena se vuelve alegre. Cuenta a su mujer anécdotas, después se queda dormido con un ojo cerrado y la boca abierta. Mientras él duerme, en la cocina Gapka escucha música; se le antoja que del pueblo ha venido el violinista ciego y se ha puesto a tocar al pie de la ventana.
Es lo que hacen todos los judíos. Mas no todos los judíos son Guérshele. Por eso es famoso en todo Ostropol, en todo Berdíchev y en todo Viliuisk kuguel.
         Guérshele festejaba uno de cada seis viernes. Las demás noches él y su familia las pasaban a oscuras y tiritando de frío. Los niños lloraban. La mujer le lanzaba reproches. Cada uno pesaba como un guijarro. Guérshele le respondía en verso.
            Una vez —así dicen— Guérshele quiso ser previsor. El miércoles fue a la feria a ganar dinero para el viernes. Donde hay feria hay un pan kuguel. A cada pan le rondan diez judíos. A diez judíos no les sacas ni tres céntimos. Escucharon los chistes de Guérshele, pero a la hora de pagar todos ellos habían salido de casa.
Guérshele volvió a casa con la barriga más vacía que un instrumento de viento.
           —¿Has ganado algo? —le preguntó la mujer.
       —He ganado la gloria eterna —respondió—. Ricos y pobres me la prometieron.
          La mujer de Guérshele tenía sólo diez dedos. Los iba doblando uno por uno. Su voz retumbaba como el trueno en la montaña.
—Todas las mujeres tienen un marido como Dios manda. El mío alimenta a su mujer con chistes. Quiera Dios que para el año nuevo le dé una parálisis a la lengua, a las manos y a los pies.
—Amén —respondió Guérshele.
—En cada ventana arden cirios y parece que en las casas queman encinas. Mis velas son delgadas como cerillas y el humo que sueltan sube al cielo. El pan blanco ya ha madurado para todos, pero mi marido me trae leña húmeda como la trenza recién lavada.
Guérshele no rechistó. ¿Para qué atizar el fuego que arde bien? Eso lo primero. ¿Y qué se puede objetar a la esposa gruñona que tiene razón? Eso, lo segundo.
Pasó el tiempo y la mujer se cansó de gritar. Guérshele se retiró, tumbóse en la cama y se puso a pensar.
—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl?, se preguntó.
(Como es notorio, el rabino Borujl padecía de melancolía negra y el mejor remedio era la palabra de Guérshele).
—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? Los monaguillos del zaddik me dan los huesos y se quedan con la carne. Así es. Mejor la carne que los huesos y mejor los huesos que el aire. Iremos a ver al rabino Borujl.
Guérshele se levantó y se dispuso a aparejar. El caballo le lanzó una mirada severa y triste.
                     
       —¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? Los monaguillos del zaddik me dan los huesos y se quedan con la carne. Así es. Mejor la carne que los huesos y mejor los huesos que el aire. Iremos a ver al rabino Borujl.
          Guérshele se levantó y se dispuso a aparejar. El caballo le lanzó una mirada severa y triste.
          “Bueno, Guérshele —dijeron los ojos del caballo—, ayer no me diste avena, anteayer no me diste avena, hoy estoy en ayunas. Si mañana tampoco me das avena me veré obligado a recapacitar sobre mi vida”.
             Guérshele no resistió la mirada atenta, bajo la vista y acarició los labios suaves del caballo. Después suspiró tan fuerte que el caballo se hizo cargo de todo, y Guérshele decidió:
               —Voy a ver al rabino Borujl a pie.
              El sol estaba muy alto cuando Guérshele emprendió la marcha. El camino caliente corría delante de él. Bueyes blancos arrastraban lentas carretas con heno oloroso. Los campesinos iban sobre las altas cargas con los pies colgados y blandían largos látigos. El cielo era azul y los látigos negros.
           Cuando llevaba recorrida una parte del camino —unas cinco verstas— Guérshele llegó a un bosque. El sol ya se largaba de su sitio. En el cielo prendían suaves incendios. Niñas descalzas traían las vacas del prado. Cada vaca mecía una ubre rosácea, cargada de leche.
            En el bosque, Guérshele se sumergió en el frescor, en la penumbra silenciosa. Las hojas verdes se inclinaban unas hacia otras, se acariciaban con las manos planas, murmuraban muy bajito allá en lo alto y retornaban a su sitio, susurrando y temblando.

           Guérshele no prestaba oído al murmullo. En la panza le tocaba una orquesta tan grande como la de un baile del conde Pototski. Aún tenía que recorrer un largo camino. Desde los costados de la tierra una ligera penumbra llegaba, presurosa, se cerraba sobre la cabeza de Guérshele y se desparramaba por el suelo. Inmóviles faroles se encendieron en el firmamento. La tierra quedó callada.
          Anochecía cuando Guérshele llegó a una venta. En la pequeña ventana ardía una luz. En un cuarto caliente, junto a la ventana, estaba la dueña, Zelda, y cosía pañales. Tenía un barrigón como para alumbrar trillizos. Guérshele observó la menuda carita roja con ojos azules de la mujer y la saludó.
            —¿Podría parar aquí, señora?
            —Sí.
         Guérshele se sentó. Las aletas de su nariz se hincharon como fuelle de herrero. Un fuego cálido brillaba en el horno. En una gran cazuela el agua hervía y cubría con la espuma blancos ravioles. Una gallina rolliza flotaba en un caldo dorado. El horno desprendía un olorcito a tarta con pasas.
         Sentado en un banco, Guérshele se retorcía como la parturienta antes de dar a luz. En un instante en su cabeza maduraron más planes que esposas tuvo el rey Salomón.
         La habitación estaba en silencio, el agua hervía y la gallina se mecía en las olas doradas.
      —¿Dónde está su marido, señora? —preguntó Guérshele.

          —Mi marido ha ido a pagar la renta al señor. —La mujer volvió a callar. Sus ojos infantiles quedaron en blanco. De pronto dijo:
             —Estoy a la ventana y pensando. Quiero hacerle una pregunta, señor judío. Usted debe andar mucho por el mundo, estudió con el rebe y conoce nuestra vida, diga, señor judío: ¿vendrá pronto Shabos-najmú?
          “Ya, ya —pensó Guérshele—. La pregunta tiene miga. De todo hay en la viña del señor…”.
       —Se lo pregunto porque mi marido prometió que iríamos a ver a mi madre cuando llegue Shabos-najmú. Te compraré un vestido y una peluca y pediremos al rabino Motalemí que nos nazca un hijo y no una hija —todo eso cuando llegue Shabos-najmú. Parece que es un hombre del otro mundo.
       —Dice usted bien, señora —respondió Guérshele—. Fue Dios el que puso en sus labios tales palabras… usted tendrá un hijo y una hija. Shabos-najmú soy yo, señora.
      Los pañales rodaron de las rodillas de Zelda. Ella se incorporó y golpeó su pequeña cabecita contra la viga del techo, porque Zelda era alta y gorda, roja y joven. Sus pechos subidos parecían dos sacas repletas de trigo. Sus ojos azules se abrieron como los de un niño.
       —Yo soy Shabos-najmú —confirmó Guérshele—. Ya llevo andando un mes y pico, señora, ayudando a la gente. Del cielo a la tierra hay un gran trecho. He desgastado las botas. Y aquí le traigo un saludo de todos los suyos.

         —¿De la tía Pesia —gritó la dueña—, del padre y de la tía Golda? ¿Acaso los conoce usted?
      —¿Y quién no los conoce? —respondió Guérshele—. Estuve hablando con ellos como con usted ahora.
     —¿Y qué tal se vive por allí? —preguntó la dueña, cruzando sobre el vientre los dedos temblones.
     —Mal —profirió Guérshele compungido—. ¿Qué vida puede tener un hombre muerto? Allí, de fiestas nada…
Los ojos de la dueña se llenaron de lágrimas.
        —Hay allí frío —continuaba Guérshele—, frío y hambre. Comen como los ángeles. En el otro mundo nadie tiene derecho a comer más que los ángeles. ¿Qué puede necesitar un ángel? Con un trago de agua ya tiene bastante. En cien años usted no verá allí ni una copa de aguardiente…
         —Pobre padrecito… —susurró la dueña asombrada.
       —En Pascua se conforma con una taza. Un buñuelo le basta para todo el día…
         —Pobre tía Pesia —se echó a temblar la dueña.
       —Yo mismo paso hambre —profirió Guérshele, recostando la cabeza, y por su nariz rodó una lágrima que fue a perderse en la barba. Y no tengo más remedio que callarme, allí estoy considerado de la casa…
          A Guérshele no le dio tiempo a terminar la frase.

          Pisando con sus pies gordos, la dueña se acercaba apresuradamente a él: platos, fuentes, vasos, botellas. Y cuando Guérshele se puso a comer, la mujer se dio cuenta de que era un hombre del otro mundo.
         Para empezar, Guérshele comió hígado picado con rodajas de cebolla, rociado con una grasa transparente. Se tomó una copa de vodka señorial (en el vodka nadaban unas cortezas de naranja). Después comió pescado, mezcló la aromática ujá con patata blanda y apiló en el borde del plato medio tarro de rábano picante, de un rábano que haría llorar a cinco panes con sus monetes y sus caftanes.
        Después del pescado, Guérshele dio su merecido a la gallina y comió sopa caliente con gotas de grasa flotando. Los ravioles, que nadaban en mantequilla derretida, saltaban a la boca de Guérshele como sala la liebre que escapa del cazador. De más está contar lo que le ocurrió a la tarta. ¿Qué le iba a ocurrir si Guérshele se tiraba años sin ver una tarta?
       Acabada la cena, la dueña enfardó las cosas que por mediación de Guérshele mandaría al otro mundo al padre, a la tía Golda y a la tía Pesia. Al padre le puso un taled nuevo, una garrafa de kirsch, un tarro de dulce de frambuesa y una saca de tabaco. Para la tía Pesia mandó calcetines grises calientes. A la tía Golda le envió una vieja peluca, una peineta grande y un devocionario. Además suministró a Guérshele botas, una hogaza de pan, torreznos y una moneda de plata.
        —Muchísimos saludos, señor Shabos-najmú, muchos recuerdos a todos —decía a Guérshele, cargado con un pesado fardo—. Si no, espere un poco, mi marido está al llegar.
         —No —respondió Guérshele—. Llevo prisa, ¿cree que es usted sola?
          En el bosque oscuro dormían los árboles, dormían los pájaros, dormían las hojas verdes. Las empalidecidas es- trellas que nos custodian se durmieron en el cielo.
A la versta de camino Guérshele se detuvo rendido, tiró la carga al suelo, se sentó sobre ella y comenzó a razonar consigo mismo.
—Tengo presente, Guérshele —se dijo—, que en el mundo hay muchos imbéciles. La ventera es tonta. Pero pueda ser que su marido es un hombre listo de puños grandes, carrillos gordos y látigo largo. Si regresa a casa y te echa mano en el bosque…
Guérshele no se detuvo a buscar la respuesta. Enterró inmediatamente el fardo y puso una señal para después hallar pronto el lugar secreto.
Echó a correr al otro extremo del bosque, se desnudó por completo, abrazó el tronco de un árbol y se puso a esperar. No duró mucho la espera. Al amanecer Guérshele escuchó el silbido de un látigo, el chasquido de unos labios y el trote de un caballo. Era el ventero que andaba persiguiendo al señor Shabos-najmú.
Cuando llegó hasta el sitio en que Guérshele estaba desnudo y abrazado a un árbol, el ventero detuvo el caballo y puso la cara de tonto que pondría un monje al ver al diablo.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó con voz sofocada.
—Soy hombre del otro mundo —respondió Guérshele compungido—. Me robaron, me quitaron documentos importantes, que llevaba al rabino Borujl…

          —Sé quién le robó —gritó el ventero—. Yo también tengo con él cuentas pendientes. ¿Por qué camino se ha ido?
—No sabría decirle el camino —murmuró amargamente Guérshele Si quiere, déjeme el caballo y le alcanzaré en un dos por tres. Espéreme aquí. Desnúdese, póngase bajo el árbol y aguántelo bien, hasta mi regreso. Es un árbol sagrado. En nuestro mundo muchas cosas se apoyan en él…
Guérshele no necesitó mucho tiempo para descubrir de qué pie cojeaba aquel hombre. Comprendió en seguida que marido y mujer eran tal para cual.
Así, pues, el ventero se desnudó y se arrimó al árbol. Guérshele subió al carro y arrancó. Desenterró sus cosas, las echó al carro y las llevó al lindero del bosque.
Aquí Guérshele cargó el fardo a la espalda, soltó el caballo y echó a andar por el camino que llevaba recto a casa del santo rabino Borujl.
Ya había amanecido. Cantaban los pájaros con los ojos cerrados. El caballo del ventero, cabizbajo, arrastró el carro hasta donde había dejado a su dueño.
Este esperaba arrimadito al árbol, desnudo bajo los rayos del sol. El ventero tenía frío y continuamente cambiaba de pie.
FIN

domingo, 20 de septiembre de 2020

TATIANA JOSEFINA MARTINEZ VÁSQUEZ - EL ESPANTO DE LA SABANA

EL ESPANTO DE LA SABANA
TATIANA JOSEFINA MARTINEZ VÁSQUEZ

Hace muchos años, cuando el pueblo de El Socorro era un pueblo pequeño, cuando sólo había caminos, las casas quedaban muy distantes, el medio de transporte eran caballos, burros y mulas, cuando no existían los teléfonos, ni computadoras, ni electricidad…ocurrió lo que les voy a contar…
En uno de los ranchos vivía Doña Simona, era una mujer viuda, no era tan vieja, pero todo el mundo por respeto le decían Doña. No llegaba a cincuenta años, pero el sufrimiento y las penurias sufridas desde su viudez le llenaron de nieve su cabellera y las telarañas del tiempo se iban apoderando de su blanco rostro. Sus manos estaban llenas de callos como las de un hombre y generalmente sus uñas ennegrecidas por el carbón de la leña.Chinchorro Wayuu puesta de sol (bajo pedido) [XL-DOBLE] : Un Mundo de  Hamacas, para el Auténtico amante de la hamaca.
Una mañana Doña Simona no se sintió bien, sentía dolor en las articulaciones y sus ojos calientes producto de la fiebre. Con mucha dificultad se sentó en su chinchorro y llamó con voz muy débil a su hijo:
– Melquiades ven acá. Pero nadie respondió a su llamado. Nuevamente le llamó y se escuchó una voz entre chillona y ronca:
– Ya voy ma´! Era la voz de un adolescente refunfuñón y holgazán. Melquiades era el único hijo de Doña Simona, quien fue criado a toda leche, como decía mi abuela, como el niño consentido. Doña Simona lo tuvo ya a los treinta y pico. Tres años después falleció su marido y desde ese momento fue padre y madre.
-Anda a buscar leña mijo, es que me duele mucho el cuerpo, creo que tengo los huesos enfermos porque me duelen y tengo fiebre. Anda mijo para hacerte unas arepitas y frijoles. Yo no tengo hambre.
– El muchacho se levantó de mala gana profiriendo palabrotas y con total desgano se lavó los dientes y se cambió la ropa sin bañarse. Agarró su resortera, que en mi llano le dicen “China” y se puso un sombrero de cogollo, caminó lentamente, abrió el tranquero que daba hacia el potrero, vio las vacas junto a sus becerros, ya que nadie las ordeñó y se fue de mala gana, sin cerrar el tranquero. Solo pensaba en voz alta:
– Si claro, hoy si amaneció enferma, debe ser pura flojera.
Amiguito En Línea: ¿CÓMO EVITAR QUE TU HIJO SE ABURRA?

Caminó y caminó, pero no encontraba leña, solo pasto seco, unas matas de maíz secas en el suelo y mucho polvo. Pasaba cerca de un gran árbol de Apamate cuando algo venía volando, con un chillido y rasguñó su cabeza. El muchacho trató de defenderse pero un segundo ataque lo hizo correr. Era un par de torditos que anidaban en el árbol, tenían sus polluelos y simplemente los defendían de cualquier transeúnte.
El muchacho metió la mano en su bolsillo buscando su resortera, se agachó y agarró varias piedras, las guardó en su bolsillo y sin ninguna compasión, lanzó una piedra a uno de los pajaritos, quien al recibir una pedrada en su cabeza cayó al suelo aleteando.
Recargó su resortera nuevamente y con una puntería infalible acabó con la vida del otro pajarito, dejando en orfandad a los pichones quienes sin comer, morirían en menos de dos días.
Sin el menor remordimiento siguió caminando, cerca de una gran ceiba escuchó un sonido como el de una gallina con sus pollitos, se desvió de su camino y ahí se veía la gallina casi corriendo. Melquiades pensó en agarrarla y llevársela con los pollitos, pero no cargaba saco, ni guaral para amarrarlos. Mientras caminaba detrás de la gallina y sus pollitos se iba alejando del camino. Ya su paciencia se estaba agotando, el calor le hizo sudar y nada que alcanzaba a los animales.
Pingüino adelie en nido con pollito | Foto Premium
Entre el calor y la obstinación, Melquiades se había adentrado en una sabana amplia y desconocida. Al no lograr su objetivo, tomó una determinación, con malicia se detuvo y la gallina se escondió detrás de un arbusto de chaparros, sacó su resortera dispuesto a ponerle fin a la gallina con sus pollitos. Se acercó sigilosamente hacia el arbusto apuntando al sitio donde estaba la gallina, pero detrás del arbusto no había nada.
Repentinamente una polvareda se acercaba hacia el arbusto, pero Melquiades no veía nada.
El corazón de Melquiades latía fuertemente y comenzó a temblar, algo venía entre la polvareda y unos mugidos que parecían hacer eco en la nada, pues solo se veía polvo y más polvo. Un gran golpe recibió Melquiades por su espalda y cayó al suelo. Pero eso sólo era el comienzo de la gran paliza que recibiría Melquiades. No pudo levantarse, comenzó a sentir el golpe de unos cascos en su espalda, piernas y cabeza. Una y otra vez Melquiades fue azotado, mientras pedía auxilio. Comenzó a llamar a su madre y recordó que ésta no podría ayudarle, estaba enferma y muy lejos. Recordó que había dudado de la enfermedad de su madre y pidió perdón en voz alta, como si quien le estuviese azotando era su madre. Una vez más gritó:
– Perdóname Diosito por dudar de mi madre! Perdóname Diosito por matar a los animalitos!
Sabana de Bogotá - Wikipedia, la enciclopedia libre
Melquiades dejó de sentir aquellos cascos sobre él, aunque había un fuerte olor a azufre y un gran silencio. Con el cuerpo magullado y adolorido se levantó a duras penas y caminó lentamente viendo para todos lados. Estaba perdido en una sabana, solo y con miedo. Trató de orientarse y vio a lo lejos el gran Apamate donde terminó con la vida de los pajaritos. Apresuró el paso y volvió al camino. Allí vio el nido y los pajaritos yacían en el suelo. Una lágrima se asomó y sintió remordimiento. Subió al árbol y agarró los pichones aun sin plumas, los metió entre su sombrero maltrecho y regresó a casa entre llanto, miedo, remordimiento y totalmente magullado.
Su madre al verlo, como pudo, se levantó a abrazar a su hijo y rompió en llanto, pensando que alguien le había dado una golpiza. Melquiades estaba sucio, rasguñado y olía muy mal. Le contó a su madre lo ocurrido y ella le dijo que ese era El Espanto de la Sabana, quien azota a los muchachos desobedientes y malcriados, a los hombres infieles y a la gente con malas intenciones.
Diga não ao bullying. Siga as dicas.
Melquiades le pidió perdón a su madre, recogió leña cerca del patio y prometió nunca más usar su resortera, ni hacer daño a los animales. Alimentó a los polluelos hasta que pudieron volar y se fueron.
Han pasado muchos años y Melquiades aún recuerda El espanto de la Sabana. Es un buen hijo y padre ejemplar, tiene cuatro hijos, dos niñas y dos niños a quienes les ha contado lo que le ocurrió cuando era adolescente. Cuida de su madre, su esposa, sus hijos y vive en paz con la naturaleza.

FIN