LAS ALMOHADAS
Celso Román - Colombia
Durante mucho tiempo se creyó que las almohadas eran
el simple producto de una leyenda propalada por los pastores de la alta
montaña.
Ellos afirmaban que
no era sino sentarse a la sombra de un sietecueros de flores moradas y tocar la
quena con amor para que empezaran a aparecer. Se entremezclaban con las mansas
ovejas y con ellas pastoreaban la loma comiendo grama tierna y amarillas flores
de retama.
Nadie nunca había
cogido una viva para demostrar la verdad, pues las almohadas que viven en
libertad son extraordinariamente tímidas. La silenciosa montaña hace que el más
leve ruido sea inmediatamente detectado: dejan de comer, levantan medio cuerpo
y miran atentamente en todas direcciones. A la menor señal de peligro se
escabullen veloces buscando los tupidos matorrales del páramo.
El primero que
amansó una almohada fue Desiderito Palma, un pastor de Miraflores. Fue por la
época en que conoció a Adrianita Pérez, una muchacha delgadita, de ojos negros
y pelo largo, que sembraba rosas y claveles en un cuadrito de tierra al lado de
un robledal.
Desiderito la
conoció un domingo en el mercado cuando ella bajó al pueblo a vender flores y
él a vender lana. Ese día por la tarde ya estaba enamorado y desde entonces se
pasaba las horas en la montaña cuidando sus ovejas y tocando la quena,
inventándose melodías de amor para la bella que le había robado el corazón.
Estando debajo del
sietecueros de flores moradas le pasó lo que les pasaba a los pastores
enamorados: las almohadas silvestres salieron tímidamente a triscar revueltas
con las ovejas. Cuando al domingo siguiente lo contó en el pueblo, se rieron de
él diciéndole que lo que pasaba era que estaba tan enamorado que veía visiones.
Adrianita se ruborizó, pero dijo que sí le creía, pues ya empezaba a descubrir
que ese amor era verdadero y que Desiderito no mentía.
Él volvió a la
montaña con su rebaño y se dio cuenta de que entre más grande era el amor que
sentía, más linda salía la música de su quena, menos flores amarillas de retama
comían las almohadas y más se acercaban a escucharlo.
Con el transcurrir
de los días hubo una que se aproximó despacito, con el mullido cuerpo levantado
y apoyada únicamente en sus cuatro puntas blancas, llegando paso a paso, como
pensando cada movimiento, dejando por un instante la pata en el aire, indecisa,
pero por fin arriesgándose.
Durante horas y
horas escuchaba la música sin dejarse tocar, hasta que llegó el día en que se
acercó ronroneando y se acomodó detrás de su cabeza invitándolo a recostarse en
ella. Fue un agradable descubrimiento reposar en una almohada mullida que
endulzaba el corazón cuando el pastor pensaba en Adrianita.
Desiderito sabía
que la almohada lo escuchaba cuando le contaba los progresos de su amor.
Una mañana llegó
especialmente feliz a decirle que por fin se iban a casar y por lo tanto ella
era libre de volver al páramo con las demás almohadas. Por primera vez en tanto
tiempo el mullido animalito de monte habló para decirle que si la libertad era
escoger, su decisión estaba tomada: se iba con él, como su primer regalo de
bodas.
Esa misma tarde la
gente se convenció de que el cuento del pastor no era la invención mágica de un
enamorado: la almohada silvestre llegó caminando como otra de sus ovejas,
dispuesta a compartir también el amor.
Sobra decir lo
felices que fueron los recién casados compartiendo lo poco que tenían, pero que
por ser grande el querer, parecía mucho. Dulces sueños después del amor soñaron, abrazados sobre la tierna
almohada que desde entonces, alimentándose de ternura, no volvió a necesitar
las amarillas flores de retama.
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