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lunes, 17 de abril de 2017

HORACIO QUIROGA - LAS JULIETAS

LAS JULIETAS
HORACIO QUIROGA
Cuando el matrimonio surge en el porvenir de un sujeto sin posición, este sujeto realiza proezas de energía económica. Triunfa casi siempre, porque el acicate es su amor, vale decir horizonte de responsabilidad o en total respeto de sí mismo. Pero si el estimulante es el amor de ella, las cosas suelen concluir distintamente.
Ramos era pobre y además tenía novia. Ganaba ciento treinta pesos asentando pólizas en una compañía de seguros, y bien veía que, aun con mayor sueldo, poco podría ofrecer a los padres, supuesto que es costumbre regalar a la que elegimos compañera de vida una fortuna ya hecha, como si fuera una persona extraña. El mutuo amor, sin embargo, pudo más, y se comprometió, lo que equivalía a perder de golpe su pereza de soltero en lo que respecta a mayor o menor posición.
Luego, Ramos era un muchacho humilde que carecía de fe en sí mismo. Jamás en su monótona vida hubiera sido capaz de un impulso adelante, si el amor no llega a despertar la gran inquietud de su pobreza. Averiguó, propuso, hasta insinuó, lo que era formidable en él. Obtuvo al fin un empleo en cierto ingenio de Salta. Como allá la subdivisión de trabajo no es rígida, por poco avisado que sea el desempeñante, llega fácilmente a hacerlo todo. Ramos tenía exceso de capacidad, y acababa de adquirir energía en la mirada de su Julieta.
La noche en que habló con ella del proyecto, Julieta lloró mucho, a ratos inerte y pensativa, y a ratos abrazada a él. ¡Salta! ¡Era tan lejos eso! ¿No podía quedarse aquí? ¿No podían vivir con ciento treinta pesos?... Ramos conservaba un poco más de razón y negaba melancólicamente lo último. A más, no se quedaría siempre allá. El creía que en dos años podría ahorrar mucho, mucho, y las relaciones comerciales... Luego se casarían. Y como la diminuta frase: "cuando nos casemos" sugiere a las novias estados muy distintos de la tristeza, Julieta recobraba esperanzas, valor y fe en el porvenir. Con lo cual el muchacho marchó a Salta.
Ramos halló el ingenio en un mal momento. Las libretas de los peones estaban en un desorden tal, que fuéronle menester veinticinco días para asentar medianamente aquéllas. Tan bien trabajó y tanta paciencia tuvo con los peones -preciso es haber tratado de desenredar la dialéctica económica de doscientos indios- que el gerente vio en seguida a su hombre. No se lo dio a conocer, sin embargo, cual es prudente en un patrón.
Entretanto, llegaban cartas de Buenos Aires. "No me conformo con el destino." "Sufro mucho más que tú." "Yo, en tu caso, volaría a ver a tu
Julieta." "¿No puedes venir, aunque sea por dos días?"
Ramos contestaba que por eso mismo, por quererla mucho, debía quedarse allá. Y en efecto, tal corno estaban los asuntos de reorganización, no podía soñar siquiera con ello.
Hasta que una noche recibió un telegrama de Julieta: estaba grave. Tras la profunda sacudida de su amor centuplicado, Ramos pensó con angustia en su trabajo a medio hacer. Fue sin embargo a hablar al gerente, quien con voz seca le hizo notar la inconveniencia de esa medida. Ramos insistió: su novia se moría.
Apenas llegado a Buenos Aires, voló a casa de ella; pero Julieta saltó corriendo a su encuentro.
-¡Viniste, por fin! -se reía-. ¿A que si no te hacía el telegrama, no venías?
Pero Ramos la había querido demasiado, en esos tres meses de dura vida, para no sentir hasta el fondo del alma el hielo de su supremo aislamiento.
-No debías haberme escrito eso -dijo al fin.
-¡Pero si quería verte!
-Sí, y cuando vuelva me echan.
-¡Y qué importa! -lo abrazó.
La noche no fue serena; y cuando Ramos dijo a su novia que partiría al otro día, Julieta tornóse huraña y displicente.
-Sí, ya sé; te vas porque no me quieres.
-¡No es eso, no! ¿Quieres que me muera de hambre aquí? -¡No sé, no sé nada! Pero te vas porque no me quieres.
El muchacho volvió a Salta, envejecido de desánimo. En la ciudad, donde se detuvo cuatro días, llególe carta de Julieta. La novia rompía con él, comprendiendo que eso sería para felicidad de los dos. Ramos comprendió también que la influencia de la madre, irreductible y vencedora al fin, pesaba en esa determinación. Quedábale su trabajo. El, que había luchado años por comer, sabía bien que esta preocupación vital absorbe al fin. Podría ser rico, y acaso hubiera dicha luego. Mas al gerente no le agradaban novios como empleados, y le comunicó que prefería esperar otro tenedor de libros menos expuesto a trastornos de amor.
No le quedaba nada. Volvería a pasar meses de hambre, emplearíase al cabo en una u otra compañía con cien pesos, hasta el fin de su vida. Amor, felicidad -confianza en sí mismo, sobre todo-, se habían ido para siempre.
Un domingo de tarde en que Ramos iba a Liniers subió a su coche una señora con dos criaturas. El tren salía ya, y aquélla se dejó caer, agitada aún, frente a Ramos. Este, que miraba afuera, volvió la vista y se reconocieron. Tras una fugaz ojeada al vestido de ella, Ramos la saludó cortado. Pero su compañera le sonrió con grata sorpresa, también después de una mirada, mucho más rápida que la de él, a la ropa de Ramos. Estaba muy gruesa y la cara lucíale de harta felicidad. Hablaron cordialmente.
-¿Viaja a menudo por aquí? -preguntóle ella.
-No; hoy por casualidad...
-¡Qué suerte! Yo estoy aburrida. Pasamos los veranos en Haedo...
Tenemos una quinta.
Ella hablaba mucho más que él.
-¿Y usted, se casó? -inquirió luego con sincero interés.
-No...
-Yo me casé un año después... -Sonrióse y calló por discreción. Pero la risa retornó, esta vez francamente, pues hacía seis años que era casada y tenía dos hijos.
¿Se acuerda del telegrama que le hice? Cuando recuerdo... ¡Chicha, súbete las medias! -inclinóse feliz a la criatura que trepaba al asiento y bajaba de él sin cesar. Ramos miró de soslayo; las chicas estaban muy bien vestidas, corno saben vestir a sus hijos las mujeres que cuentan, desde que se casan, con la posición del marido.
Llegaban a Liniers, y Ramos se despidió, soportando, como lo preveía, otra rápida ojeada a su ropa.
-Mucho gusto, Ramos... Y que cuando lo vea de nuevo esté casado, ¿eh? -se rió.
-No hay duda -pensó él melancólicamente, mientras recordaba las finas
medias de las criaturas-; yo no sirvo  para nada.
Lo cual había sido visto muchísimo antes por la madre.
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HORACIO QUIROGA - LA MIEL SILVESTRE

LA MIEL SILVESTRE

HORACIO QUIROGA


Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de La caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores-iniciados también en Julio Verne-sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.
Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más formal, a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.
Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar. En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fué siempre juicioso, cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos strom-boot.
Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello El contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
--¿A dónde vas ahora?--le había preguntado sorprendido.
--Al monte; quiero recorrerlo un poco--repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.
--¡Pero infeliz! no vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse lãs manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche--aunque de un carácter singular.
Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino.
--¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.
--¿Qué hay, qué hay?--preguntó, echándose al suelo.
--Nada... cuidado con los pies; la corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos _corrección_. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aullan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el obraje abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la mordedura.
--Pican muy fuerte, realmente--dijo sorprendido, levantando la cabeza a su padrino.
Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda La noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había concluído por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas, todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión--exacta por lo demás--de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vió en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
--Esto es miel--se dijo el contador público con íntima gula.--Deben de ser bolitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó en milífica abundancia. ¡Maravillosos y Buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fué inútil que prolongara la suspensión y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
--Qué curioso mareo...--pensó el contador--y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo lãs piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y lãs manos le hormigueaban.
--¡Es muy raro, muy raro, muy raro!--se repitió estúpidamente Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.—Como si tuviera hormigas... la corrección--concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
--¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aún moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
--¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡Ya no puedo mover la mano!...
En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
--¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de La corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia, la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.

       *       *       *       *       *

Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición--tal el dejo a resina de eucalipto  que creyó sentir Benincasa.                                              Resultado de imagem para la miel silvestre

HORACIO QUIROGA - EL ALAMBRE DE PUAS


EL ALAMBRE DE PUAS

HORACIO QUIROGA

Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera--desmonte que ha rebrotado inextricable--no permitía paso ni aún a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde el malacara pasaba.
Ahora recorría de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos, en que había sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena.
Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vió un vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles.
La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de modo que el alazán, acostumbrado a recorrer ésta de sur a norte y jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.
En un instante estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya de memoria.
El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aún a caballos. Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pescuezo de caballo.
Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado los detuvo.
--Un alambrado,--dijo el alazán.
--Sí, alambrado,--asintió el malacara. Y ambos, pesando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha.
Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.
--Es yerba,--constató el malacara, haciendo temblar los labios a medio centímetro de las hojas coriáceas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno camino real.
Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia. Más por infinita que fuera, los caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.
El día, en verdad, favorecía tal estado de alma. La bruma matinal de Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente puro, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma, cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento.
Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno...
Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los caballos libres!
Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosas extraordinarias, salvando dificultades no creíbles, y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles pudiera.
En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.
--¿Por qué no entran?--preguntó el alazán a las vacas.
--Porque no se puede--le respondieron.
--Nosotros pasamos por todas partes,--afirmó el alazán, altivo.—Desde hace un mes pasamos por todas partes.
Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos.
--Los caballos no pueden,--dijo una vaquillona movediza.--Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.
--Tienen soga--añadió una vieja madre sin volver la cabeza.
--¡Yo no, yo no tengo soga!--respondió vivamente el alazán.--Yo vivía en las capueras y pasaba.
--¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.
La vaquillona movediza intervino de nuevo:
--El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene. ¿Y entonces?... ¿Ustedes no pasan?
--No, no pasamos,--repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia.
--¡Nosotras sí!
Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del Código Rural, tampoco pasaban la tranquera.
--Esta tranquera es mala,--objetó la vieja madre.--¡El sí! Corre los palos con los cuernos.
--¿Quién?--preguntó el alazán.
Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.
--¡El toro, Barigüí! El puede más que los alambrados malos.
--¿Alambrados?... ¿Pasa?
--¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.
Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede hallar el deseo de pasar adelante.
De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad.
Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un lado.
Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.
El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes.
Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndolo violentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo.
Los caballos miraban siempre.
--No pasan,--observó el malacara.
--El toro pasó,--repuso el alazán.--Come mucho.
Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba de alcanzarlo.
--¡Añá!... Te voy a dar saltitos...--gritaba el hombre. Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes.
Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.
Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido, retrocedieron por el camino en dirección a su chacra.
Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro, siéndoles dado oír la conversación.
Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que hubieran sido dentro del monte; alambrados, por grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes destrozos de aquella. Pero como los pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto.
De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro.
--¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!
El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con extraordinario y meloso falsete.
--¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa!
¡Toro sigue vaca!
--¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!
--¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!
--Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también!
--¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!...
--¡Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, pero tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el alambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo.
--¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!
--Es que ahora no va a pasar por el camino.
--¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!
--No va a pasar.
--¿Qué pone?
--Alambre de púa... pero no va a pasar.
--¡No hace nada púa!
--Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a lastimar.
El chacarero se fué. Es como lo anterior, evidente, que el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos:
--¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!
Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí había cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad de idea desde hacía un cuarto de hora, un punto fijo de la distancia. Detrás de él, las vacas dormitaban al sol ya caliente, rumiando.
Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos despreciativas:
--Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.
--¡Barigüí sí pasó!
--A los caballos un solo hilo los contiene.
--Son flacos.
Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:
--Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más aquí,--añadió señalando los alambres caídos, obra de Barigüí.
--Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.
--No va a pasar más. Lo dijo el hombre.
--El comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.
El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba a construir el hombre.
La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas.
Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos se acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.
--Le digo que va a pasar,--decía el pasajero.
--No pasará dos veces,--replicaba el chacarero.
--¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar!
--No pasará dos veces,--repetía obstinadamente el otro.
Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:
--... reir!
--... veremos.
Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.
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--¡Curioso!--observó el malacara después de largo rato.--El caballo va al trote y el hombre al galope. Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.
Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar.
Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún.
La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo prometía para muy pronto cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.
Pero su decepción, al llegar, fué grande. En los postes nuevos,--obscuros y torcidos,--había dos simples alambres de púa, gruesos, tal vez, pero únicamente dos.
No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los postes.
--Son de madera de ley--observó el malacara.
--Sí, cernes quemados.
Y tras otra larga mirada de examen, constató:
--El hilo pasa por el medio, no hay grampas.
--Están muy cerca uno de otro.
Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al terrible toro?
--El hombre dijo que no iba a pasar--se atrevió, sin embargo, el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente.
Pero las vacas lo habían oído.
--Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.
--¿Pasó? ¿Por aquí?--preguntó descorazonado el malacara.
--Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.
Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos dejó en suspenso a los caballos.
--Los alambres están muy estirados--dijo después de largo examen el alazán.
--Sí. Más estirados no se puede...
Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos.
Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.
--El pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.
--Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan,--oyeron al alazán.
--¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!
Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas.
--¡Come toda avena! ¡Después pasa!
--Los hilos están muy estirados...--observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si...
--¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre!--lanzó la vaquilla locuaz.
En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído.
El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dio principio a los mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzó más, y el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el alambrado.
--¡Viene Barigüí! ¡El pasa todo! ¡Pasa alambre de púa!--alcanzaron a clamar las vacas.
Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y hundió los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó.
Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con un ronco suspiro.

A mediodía el polaco fué a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo—si esto aún era posible--lo carneó esa tarde, y al día siguiente al malacara le tocó en suerte llevar a su  casa, en la maleta,  dos kilos de carne del toro muerto.

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